El mundo funciona (mal) porque los hombres han inventado dos tipos de moral. La primera, que podríamos llamar la moral absoluta, está estrechamente vinculada a los elevados principios de la ética. La segunda, una especie de moralsecundaria, sirve para asegurar la viabilidad de una (presunta) civilización que, en los hechos, es esencialmente injusta, violenta y depredadora.
La moral absoluta es preconizada por esos idealistas que, en sus posturas de rebeldía e inconformidad, representan un colosal desafío al sistema —y a las supuestas buenas conciencias—, esos luchadores sociales que, en ocasiones, se acercan peligrosamente al radicalismo (o, por lo menos, su fastidiosa presencia significa tal reto al orden establecido que al resto de los comunes mortales no les queda otro remedio que asignarles la condición de “agitadores”).
La otra, la moral relativa, es el espacio que frecuentan los pragmáticos, los acomodaticios y, en general, la gente que administra los asuntos corrientes del planeta, es decir, los políticos. Concebido originalmente para tener aplicaciones prácticas, tal andamiaje de reglamentos es la consecuencia, por lo tanto, de concesiones, convenios y pactos celebrados, muchas veces, de manera hipócrita y ventajista. ¿Ejemplos? Muchos pero, sobre todo, esas prácticas corrientes en los ámbitos de la diplomacia que, con el pretexto de que la coexistencia pacífica entre las naciones merece el uso de ciertas amabilidades y prudencias, sacrifican el respeto a los principios morales más elementales. Y así, los dictadores y los caudillos autoritarios disfrutan del callado refrendo de una comunidad internacional de naciones cuyos líderes nunca llaman las cosas por su nombre sino que miran hacia el otro lado. En cuanto a los provechos, siempre van por delante de los escrúpulos: el Gobierno de España no comparte en lo absoluto los usos y costumbres, digamos, de un Hugo Chávez pero sus posibles objeciones se esfuman en cuanto se trata de venderle armas al aprendiz de tirano; el Gobierno de México, por su parte, se ha olvidado por completo de que el régimen cubano es dictatorial: más preocupado por guardar las formas y por perpetuar la política exterior de los antiguos priistas que por promover los valores de la democracia, guarda silencio ahí donde los opositores y los perseguidos de la isla esperarían una voz valiente.
Pero éstas son meras menudencias en un mundo marcado, antes que nada, por el infamante sello de la desigualdad y la injusticia, un universo de barbaries y salvajismos, un sistema global donde los niños mueren de hambre mientras la riqueza de las naciones se dilapida en armamentos. Sin embargo, estimados lectores, clamar abiertamente que vivimos una realidad global absolutamente inaceptable es una práctica muy poco frecuente. Mencionar la intrínseca monstruosidad del orden establecido te coloca, de inmediato, en el desprestigiado ámbito de los adolescentes, los alarmistas, los provocadores y, como decía, los radicales. Lanzar encendidas denuncias sobre la miseria no te hace una persona lúcida sino exaltada de la misma manera como acusar a los industriales de las armas o a los mercaderes de las corporaciones energéticas que están devastando el planeta no pasa de ser otra cosa que la molesta manifestación de un individuo “inadaptado”, “rebelde” o “resentido”.
Cómodamente afiliados a la moral secundaria, ignoramos deliberadamente los asuntos más perentorios de la Tierra. En este mismo momento, mujeres y niños de Congo están sufriendo estremecedoras atrocidades. Ayer, fue Ruanda. Mañana serán, de nuevo, Somalia o Darfur o Birmania. ¿A alguien le importa la presencia del horror en el mundo? A casi nadie. Los Gobiernos no se movilizan para rescatar a los inocentes y castigar a los culpables; tampoco parece asustarles demasiado la perspectiva de que el planeta se descomponga irremediablemente. El Hijo de Bush no se dignó a firmar el protocolo de Kioto. El pueblo libre y soberano de Estados Unidos quiere seguir comprando armas de alto poder que sirven, no lo olvidemos, para matar a seres humanos. Contaminamos ríos, destruimos bosques, ensuciamos mares y lanzamos millones de toneladas de sustancias tóxicas a la mismísima atmósfera que respiramos. Y, matamos, matamos y matamos. Todo el tiempo. Todos los días.
El futuro de la especie humana no pasa por el adormecimiento, el egoísmo y la comodidad. ¿O Sí?